Más que intencionales los textos que conforman este espacio son actos reflejos. Generalmente tengo noción sobre su transfondo ya luego de haberlos terminado. Su óptica es la de un ciudadano que por diversos motivos de repente necesita “opinar”.

-a p r e n d i e n d o- -a- -p e r d e r-

Había una vez un hombre que tuvo la oportunidad de mandar, de dirigir, de guiar. Recordemos para esto que en toda acción hay responsabilidad, cada medida tomada implica dejar otras también tentadoras de lado, al menos en muchos casos. El punto es que nunca será fácil coger la batuta, sea desde la perspectiva que sea. Acá se trataba de un emperador, de un tal Domiciano que a causa de la repentina muerte de su hermano mayor por enfermedad, pasó a ser la primera autoridad de un imperio; ya intuirán, el romano.

Cuidado que fue un hombre inteligente y encima trabajador.

Sin embargo también, tenía serios problemas con quienes pensaban diferente a su juicio. Si se puede resumir en una palabra el porque de su decadencia: orgullo. Un orgullo copado de celos, desconfianza y egoísmo.

Ya siendo la cabeza no supo ni medianamente generar beneficios tanto para el pueblo como para él mismo, o sea con proyección, tomando decisiones acertadas como consecuencia de una concienzuda selección de criterios, porque supo distinguir a los diversos especialistas a los que inevitablemente necesitaba recurrir. Más bien fue todo lo contrario, tanto que llegó a cubrir todos sus palacios de espejos, sí, con puros espejos. Aunque parezca mentira pretendía en su locura de esta manera poder ver todo lo que pasaba a su alrededor, y antes que nada debido a la fijación de que alguien buscaría más pronto que tarde apuñalarlo por la espalda.

Lo eminentemente trágico es que los problemas con su ego lo trastornaron a tal punto que inclusive desconfió de un buen compañero. De su primo Flavio Clemente.

Ya, digamos, completamente solo, no es de extrañar imaginar acabó siendo asesinado, ni tampoco sorprende agregar por un complot dirigido por su mujercita. Después de todo, como dice un proverbio alemán, “mira a las estrellas, pero no te olvides de encender la lumbre en el hogar”. Sino, ya vemos hasta que extremo pueden caer las cosas.

Personas que pagan mal encontraremos en la vida varias veces. Ahora, el número de ocasiones que nos pueden herir en el centro del pecho, que formando parte importante de nuestra vida nos embarguen con marcado dolor por la decepción que acarrea saber como son en realidad, eso, para bien o para mal eso ya depende de uno.

Es legítimo pasar por el túnel del resabiado. El más y el menos hemos sido alguna vez, por nuestra experiencia vital, seres que pierden su ingenuidad volviéndose agresivos o desconfiados. Los días pasan y aprendimos a confiar de nuevo. Pero se supone quedó una lección. No obstante, como aquel Flavio Clemente, alguien nos paga mal de nuevo. Justamente nuestra entrega, nuestra dedicación, nuestra lealtad de pronto es perforada por una traición, o por cualquier otra bajeza en general. Entonces, ¿a qué se debe más de lo mismo?

Verán, no hay que acostumbrarse “a libar de la flor caída”. O en caso extremo desacostumbrémonos. Cerremos la puerta arrancando la cerradura. Hay que alejarse lo antes posible del tronco torcido, eso de esperar a que se enderece es gastar pólvora en gallinazos. Cuando el docto Marco Aurelio Denegri interpreta este proverbio chino, “la abeja diligente no se detiene a libar de la flor caída”, dice que “no debemos relacionarnos con personas psíquicamente carenciales y espiritualmente indigentes; personas sin contenido, sin entidad, sin substancia; perderemos lastimosamente el tiempo si nos relacionamos con los que son pobres de solemnidad en materia de espíritu y valores”.

Es menester comprender de una vez por todas que el ingrato es y será como el escorpión de la fábula. Su naturaleza siempre apuntará a picar. Siempre. Recordemos nuestras crudas experiencias y decidamos reflexionar sobre nuestro alrededor.

Me viene a las mieses aquella fábula que no sé porque olvidé durante tantos años y que ahora vuelve como un rayo que alguien mandara para iluminar el sótano de mi memoria. Para empezar tanto por aquí como por allá los lobos más que nunca se visten de corderos. Si no todos eso sí la gran mayoría. Pero a solas se quitan las caretas, dentro de ellas su forma de comer sale a relucir.

Resulta pues que un lobo, siempre comiendo a dos carrillos, se encontraba engullendo carne tras carne cuando de repente se atragantó con un hueso a tal punto que no podía ni hablar. Desesperado a la vez divisó pasar por encima suyo una cigüeña así que sin más a base de innumerables señas rogó auxilio. Ella con rapidez acudió y a secas introdujo su pico en la boca del lobo y extrajo en un santiamén ese hueso que ya casi casi lo mataba.

Cierto, quizá no debió preguntarle nada al lobo esta sana ave de paso, sabiendo ya como son estos canes por los relatos de las abuelas y demás, pero acá precisamente nos encontramos con uno que cuando se le conoce representaba su papel, disfrazado de corderito, incluso utilizando sus mañas para hacer más real lo de que por sí ya era real: implorando lo ayudaran con agilidad inaudita y desesperación sincera. Y nada, la cigüeña le preguntó cómo le recompensaría el enorme favor que le había hecho. Obteniendo de respuesta una pregunta también: “¿cómo puedes pedirme una recompensa, es que acaso hay una superior al hecho de no hacerte daño, al de dejarte vivir para que puedas contar que pusiste tu vida entre mis largos y filudos dientes?”

Por supuesto, si ayudamos a un malvado no debemos esperar recompensas, “el ingrato tan solo en su provecho piensa”, como dice la moraleja.

Vamos, no hay que tropezar tanto con la misma piedra.

Eso de guardar las distancias de repente con ciertas personas además podría ser interpretado como saber decir adiós, poner un punto final con resolución. No es tanto abrir la boca y proferir que debemos aprender a perdonar sino más bien motivar el afán de olvidar, el saber perder y seguir adelante recordando sólo la lección. Ni las venganzas ni los perdones son ya importantes cuando se confirma la defraudación de un sentimiento especial. Como comentó Borges alguna vez: “yo no hablo de venganzas ni de perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”.

No más que perder. Mochila al hombro y seguir.







































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